Dicen que hay directores que les importa un pito lo que piense el púbico; que piensan que el cine es una labor estrictamente creativa que parte de lo personal, de lo íntimo y que el producto final que ha de captar la atención del espectador es una labor del espectador, pero nunca de director. Y es muy posible que esta sea la idea motriz en Aleksandr Nikoláyevich Sokúrov, el que es considerado por algunos como el virtual sucesor de Andréi Tarkovski. De hecho, cuando salí de la sala y me preguntaba que tipo de película había visto, dije, pensando en Tarkovski que había visto una obra de arte y ensayo.
Es más, he leído que Sokúrov fue amigo personal de Tarkovski con quien había coincido en los estudios VGIK. Fue con el respaldo de Tarkovsky que Sokurov encontró un empleo en Lenfilm, el segundo más grande estudio de cine en Rusia. En esos años, el 75 del pasado siglo, Sokúrov se centro en documentales que fueron prohibidos por las autoridades soviéticas en base a una entrevista a Aleksandr Solzhenitsyn y un reportaje sobre la caída de un director de cine soviético, de origen judío ucraniano, Grigori Kózintsev, en San Petersburgo y que en 1957 fue responsable de un film clásico Don Quijote de la Mancha. Sus trabajos fueron descritos como "extraños, formales y amanerados", pero nunca "talentosos" o "prometedores".
Dice Sokúrov que el cine no puede aún pretender ser un arte y, aunque aspire a serlo, todavía está lejos. Algunos pueden fabular, inventar historias sobre su muerte; yo opino, por el contrario, que ni siquiera ha nacido. Le falta todo por aprender, especialmente de la pintura, porque la apuesta principal es pictórica. La elección más importante para el cine sería renunciar a expresar la profundidad, el volumen, nociones que no le conciernen y que incluso revelan impostura: la proyección ocupa siempre una superficie plana, y no pluridimensional. El cine no puede ser sino el arte de lo plano. Este principio me permite, cuando trabajo en una película, permanecer concentrado en uno o dos aspectos, y dedicar a ellos el tiempo necesario.
De este director , residente en San Petersburgo únicamente conocía su película El arca rusa (2002), aclamada sobre todo por sus imágenes visuales hipnóticas y su gigantesca toma sin corte alguna: es un inmenso travelling dentro del Hermitage de S. Petersburgo los donde fotografía los fondos de ese Museo que pude recorrer el pasado verano. Había leído de ella, incluso algo, pude que es una muestra de como el cine de vanguardia e independiente va consiguiendo cierto reconocimiento internacional.
Su cine muy personal y artístico, pero a menudo sin argumento, es una apuesta por la estética y el impresionismo. Sus películas destacan por su enfoque filosófico de la historia y la naturaleza. Además, Sokurov convirtió a la gente común en lugar de actores profesionales en su marca registrada.
En 1997 realizó la película Madre e hijo ( Mutter und Sohn en alemán), una película de coproducción ruso-alemana estrenada en 1997 en la que están Severny Fond , Zero Film GmbH , Lenfilm Studio y O-Film, y dirigida por el director Aleksandr Sokúrov.
Es la primera de una trilogía sobre las relaciones humanas, a la que se sumó a continuación, en 2003, la película Padre e hijo (Отец и сын), y está previsto que finalice con una tercera llamada dos hermanos y una hermana, todavía no rodada , según creo.
Asistido por productores europeos y asiáticos, fundó su propia compañía de producción Bereg (Coast) en St.Peterburgo, que apoya la producción independiente de películas.
En cuanto a esta producción dirigida por Aleksandr Sokúrov y que parte del guión de Yuriy (Iurii) Arabov y que cuenta con la fotografía de Aleksey Fyodorov (Aleksei Fedorov) , la música de Mikhail Ivanovich
, Glinka, Otmar Nussio
Únicamente aparecen en la película dos actores : Aleksei Ananishnov como el hijo y Gudrun Geyer como la madre.
La película, realmente un mediometraje de 73 minutos, tiene un argumento minimalista sobre la relación entre un hijo y su madre gravemente enferma, y se desarrolla en una dacha, una casa rural que por derecho recibían todos los rusos tras la revolución.
Se trata de una vieja casa aislada, situada en un fantasmagórico paraje campestre de tonalidades pictóricas.
En la casa residen únicamente dos personas, un joven (Aleksei Ananichnov) que atiende amorosamente a su madre y le dispensa de todos atenciones , pues ella está gravemente enferma (Gudrun Geyer). Posiblemente sean sus últimos días y posiblemente los últimos momentos en que disfruten una de la compañía del otro.
Cada salida de la casa es un desplazamiento lento y un agotamiento para una madre que hace un esfuerzo titánico por seguir con vida y mantener en su memoria todos sus recuerdos.
La madre le pide a su hijo sacarla al exterior, pero esto supone un aumento en la debilidad para ella. De cualquier manera, madre e hijo son conscientes que este sea , quizás, el último paseo juntos, así que él la lleva en brazos, y ambos evocan melancólicamente el pasado.
Finalmente, tras el paseo , en el que únicamente escuchamos el viento y el silbido de un tren , el hijo introduce en su jergón a una madre que parece aferarse a la vida, pero parece que ya es imposible. La vida siempre está de fuga.
La película es un poema visual en ruso. Un canto dramático a la vida en un entorno agreste y solitario. La película es valorable por sus elementos técnicos antes que por su narración. El diálogo en gran medida se reduce a la mínima expresión.
Parece que la impresión final de Sokúrov es la traspolación de los aspectos pictóricos de la pintura al cine.
La película está rodada fundamentalmente mediante planos fijos cuya imagen se ve alterada mediante recursos entre los que destacan el uso de lentes anamórficas para estirar la imagen, la filmación sobre el reflejo de espejos cóncavos y convexos, o incluso mediante el empleo de pintura en las lentes para alterar algunos planos estáticos.
Según el director rusa, la cinta se inspiró en la pintura del romanticismo alemán, especialmente en Friedrich.
A lo largo de los 73 minutos vemos la tendencia a la pausa y los encuadres milimétricos, con una permanente sensación de paisajismos cercano al romanticismo pictórico alemán y británico o al paisasmo frances del grupo Barbizon, ambos movimientos pictóricos del siglo XIX.
En ese sentido hay una tendencia a busca lo lumínico surgido de la paleta de Turner llena de colores ocres y verdes apagados; hay una buscada distorsión de las imágenes; una tendencia a cuadros que sin ser naturalezas muertas, son un ejercicio de mantener los encuadres llenos de una vida que se esfuma por parte de la pareja de protagonistas o por el movimiento de la naturaleza surgida por el viento.
Por otro lado hay un retrato del amor materno filial, con entradas y salidas de cuadro por parte del hijo, que cuida, con mimo y parsimonia, a la madre. En su relación predomina la cercanía y casi la intimidad. Entre ambos no es necesario explicar nada, ya no hay tiempo para reproches, se han acabado los diálogos , lo que queda apenas son unos susurros de una vida que se apaga o del temor a una pérdida infinita; el uso de la cámara, no es que sea lento sino que el movimiento es , en ocasiones, casi imperceptible.
La única a la que se le escucha con fuerza es a la naturaleza, pues la humana parece ya apagada , casi extinta con la excepción de ese tren que sale del encuadre o implemente que escuchamos , pero que apenas vemos.
Los planos se aletargan, se paran o se estiran hasta tensionarse para mostrarnos una belleza por medio de esas imágenes distorsionadas, por la luz y esos color alterados en esos planos de larga duración, realizados con lentos movimientos de cámara, incluso con paradas intencionadas.
Es una obra que nos lleva a la dialéctica de la vida y la muerte, al diálogo susurrante entre madre moribunda e hijo desconsolado o que los conduce al silencios. Es una historia de amor y de tristeza., de soledad sonora , pues hay viento sobre el cereal, rugido de una tormenta, el sonido de un tren, o el canto de pájaros.
Para Ignacio Castro Rey, según recoge el texto de la conferencia impartida en el curso ” Las razones del arte”, en la UCM, impartida 3 de noviembre de 2005, comienza con una cita del Ulises de J. Joyce que dice "Dime la palabra, madre, si la sabes ahora. La palabra conocida por todos los hombres.
Tal vez no haya nada que contar, solamente el “érase una vez” -una madre, un hijo- de cualquier contar, del cuento cuya sola posibilidad suspende el sentido. Pues resulta que si las cosas no fueron como pensamos, si ocurrió algo que no sabemos, es posible que no estemos donde creíamos estar. Como en la vida, lo que se dice la vida, nadie ha estado, nadie ha residido establemente ni morado -más que de paso, entre sombras-, nadie está seguro del sentido actual de este decorado, esta situación que nos envuelve.
Sokurov aprovecha esta brecha ontológica en nuestra existencia, esta duda constituyente -¿quién de entre nosotros no es de aquí?. Es nuestro genio maligno, aunque no precisamente para aumentar las dudas perversas, tan edificantes, acerca de la existencia de la existencia. Más bien para resucitar la duda de que lo peor, la irrealidad de la muerte -vagando en ese paisaje radiante, presionando a esos personajes que no sabemos qué padecen- sea la verdad. Sin causa que la explique, la ex-sistencia vuelve a estar ahí, ante nuestros ojos. … Estos cielos inquietos, que apenas conocen el descanso, a lo Friedrich. Cielos siempre en crisis, como si también ellos sintieran, pensaran, sufrieran en esa hora incierta del día.
A Madre e hijo le acompaña un casi constante rumor de lluvia… Pero no llueve, como si la tierra misma padeciera nuestra patética indecisión. Y ese verde de las praderas rusas, salpicado de abedules. Con fondo de gritos y susurros, de chillido de cuervos, punteando árboles solitarios bajo una luz amarilla, como en una estampa china. Casi podríamos decir que no pasa nada, que no hay acción, sólo el diálogo entrecortado, el llanto entrecortado, el paseo luminoso de la madre en brazos del hijo. Solamente pasión, el acontecimiento del Tiempo en estado puro.
Por eso a cada paso, todo resuena, lleno de ecos -igual que en Elogio del amor, de Godard. Creación maravillosa, dice el hijo, pero ella no deja de bramar, como un animal herido. Sombras, nieblas, ecos: todo resuena, la naturaleza entera está llena de estancias, como si fuera una casa que cruje. Cielos de tormenta, en parto perpetuo, como si el tiempo mismo fuera el que sufre al pasar de una estadio a otro, de un momento a otro, de una escena a otra . Creo que Leibniz, creador de la Monadología y del cálculo infinitesimal, lo diría así: en cada ojo de pez, todos los mares; en cada mónada, brotando de su fondo sombrío, la perspectiva “plegada” del universo entero.
Por su parte Oscar Romano en enero de 2008 escribió sobre la película de Aleksandr Sokurov lo sigiente:
El filósofo alemán Immanuel Kant afirmaba que lo sublime era el reino de lo ilimitado, lo desmesurado, lo inacabable. Además, diferenciaba lo sublime matemático, como un cielo estrellado, de lo sublime dinámico, como la violenta caída del agua de una cascada. Todo tenía que ver con la fuerza de la naturaleza, pero que no transforma al hombre en un ser inferior. Todo lo contrario, como explicaba Kant: "La sublimidad no está encerrada en cosa alguna de la naturaleza, sino en nuestro propio espíritu, en cuanto podemos adquirir la conciencia de que somos superiores a la naturaleza dentro de nosotros y por ello también a la naturaleza fuera de nosotros". La experiencia de disfrutar de la sublimidad pertenece sólo al hombre. Sin embargo, puede sentir terror ante esta sensación. O bien melancolía. O tranquilidad.
Cuando Kant publicó su texto Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime en 1764, nunca imaginó que sus palabras serían determinantes en el movimiento artístico denominado Romanticismo.
Uno de sus más fieles exponentes fue Caspar David Friedrich, cuya pinturas de paisajes alemanes recuperaba cierta mitología teutona y generaba la incertidumbre del hombre frente a la omnipotencia de la naturaleza. "El pintor debería pintar no sólo lo que se encuentra frente a él, sino también lo que ve en su interior. Si no logra ver nada, debería dejar de pintar lo que se encuentra frente a él", dijo alguna vez, lo que relacionaba aún más su pintura con los estudios de Kant.
Madre e hijo, del director ruso Aleksandr Sokurov, es un ejemplo de este sinfín de sensaciones y un homenaje a Friedrich y al romanticismo pictórico del siglo XIX. El cuidado de una mujer moribunda a cargo de su hijo es sólo una excusa para pintar los paisajes que secundan -o protagonizan-, los estados mental y físico de los únicos personajes del filme. O cómo se sienten sus protagonistas frente a la sublimidad de la muerte.
Filmada en 1997, algunos planos gozan de anamorfosis, es decir, aparecen transformados, aplanados, debido a que los escenarios originales carecían del deseo estético del director. Los valles, campos y caminos sinuosos son obra de lentes especiales, vidrios pintados y filtros de color. Según Sokurov, hay que llamar a esto "una conversión de lo real durante su registro: la sumisión total del cine a las reglas del arte en el que debería buscar convertirse".
La búsqueda por superar la "realidad óptica" lo llevó a contemplar la pantalla como una pintura. El manierismo cinematográfico al que apela le da más fuerza a la sublimidad buscada.
En una entrevista realizada por periodistas de Cahiers du cinéma al año siguiente del estreno de esta película, Sokurov explicó cómo localizó los sitios visitados por los románticos alemanes del siglo XIX, especialmente por Friedrich: "Llevábamos las reproducciones de ciertas obras, en particular la de El monje al borde del mar, de Caspar David Friedrich. Al llegar a esos lugares, buscamos el lugar preciso donde el pintor había puesto su caballete y comprobamos que nada había cambiado, salvo quizás las nubes o el tronco desecado de un árbol. Era muy desesperante; la naturaleza es indiferente al hombre. Siempre permanecemos solos en nuestra relación con la naturaleza. Es una relación sin Otro, un amor de sentido único. Es el origen mismo del sentimiento trágico".
(...) El acompañamiento solitario madre-hijo se ve rodeado por vastos campos que murmuran un mentiroso silencio. Los pocos diálogos entre los personajes no son más importantes que el rugir del viento, cuya fuerza se asemeja al dinamismo del mar en los cuadros de Joseph William Turner, pintor del romanticismo inglés, cuyos paisajes también son asimilados en algunos planos del filme. Una locomotora que lanza su venenosa humareda y los graznidos de esperanzados cuervos observan las caminatas de los personajes. Los sonidos pertenecen a la naturaleza que los enmarca. A esa naturaleza que se hará cargo de la madre cuando así lo disponga. "Nos reuniremos...ahí, ¿de acuerdo? Donde acordamos. Espérame. Ten paciencia, madre querida...". Son las últimas palabras. Sencillas. Consoladoras. Desesperadas. Palabras que emergen luego de un primer plano de la mano moribunda de la madre, acariciada dulcemente por su hijo.
En la lejanía de la campiña, un protector hombre cuida de la salud irreversible de su progenitora. Los recuerdos surgen de ambas bocas. Otrora maestra, la mujer despide un halo tranquilizador: espera dignamente a la muerte, en medio de anécdotas y caminatas gracias al amor de su hijo. Se acompañan mutuamente.
La belleza pictórica del filme devuelve un mensaje de optimismo a pesar de la gravedad del estado de la mujer. Al espectador lo serena y lo inserta en una relación distante con la muerte. Los primeros planos al pálido rostro de la madre lo devuelven a la realidad. Igual ocurre con los solitarios paseos del hombre. Envuelto en un sórdido contexto, el paisaje lo engulle con su omnipotencia. Allí se percata de su soledad. "No vas a morir", le dice a su madre. Niega la realidad. El terror lo invade. En uno de los tantos árboles oblicuos, llora su desgracia. Y la de su madre. Pero más su propio pesar. Cuando regresa al calor materno, la muerte se acerca a medida que las manos se juntan en la última escena. Es la despedida. Parte de su vida ha dejado de existir. Quizás otra comience. O retome.
La película visualmente es hermosísima, con una fotografía excepcional donde los encuadres y travellings resultan monumentales, y lo combina con un intencionado desenfoque y con la anamorfosis al pintar sobre la lenta , colocando sobre esta vidrios o unos filtros de color). Aparte de lo técnico lo mejor está en la caracterización de los dos seres afligidos y conmocionados que interpretan tanto Aleksei Ananishnov y Gudrum Geyer.
Al final como ya he señalado este poema visual tiene mucho de Turner, Friedrich , Hubert Robert, o Millet Aun así, Sokurov apunta a lo sublime porque no hay mejor recurso para la eternidad (“sublime” como reacción vital a favor del imprevisto, rompiendo la armonía a través de una imagen inclinada como tela estirada en sus bordes). Sólo se rescata algo incorpóreo en la comunión universal entre las figuras categóricas de Madre, Hijo y Naturaleza.
En esa asociación, ese regreso a nuestro origen primero, encontramos el amparo existencial del tránsito o flujo natural. En este sentido conviene resaltar lo planteado por Agustín López Tobajas en una entrada que se recoge en cine esencial, pero que yo encontré como crítica sobre Madre e hijo en filmaffinity.
La película, siendo evidente su belleza e intención, es una metáfora que pierde algo de brío y ambigüedad y se convierte en lugar común de imagen para especular sobre la Pietà o la pintura de Caspar David Friedrich, el hombre que «descubrió la dimensión trágica del paisaje» (según la frase de su amigo David d’Angers) pero en cuyos lienzos se puede ver, de forma aparentemente paradójica, una «paz omnipresente» .
Para Boris Asvárisch, en su escrito «Maestros de la pintura mundial en los museos de la URSS: C. D. Friedrich», Leningrado, 1980, p. 7. «toda la obra de Friedrich está impregnada de la idea de indestructible unidad entre el mundo de la naturaleza y el mundo interior o espiritual del hombre» mientras que, muy al contrario, para Rafael Argullol, «El ojo espiritual» en El País, 10-10-1992. «el gran motivo que cruza la pintura de Friedrich... es la escisión entre el hombre y la naturaleza» . Y es que tanto Friedrich como Sokurov parecen compartir esa misma dualidad, esa misma escisión en el alma, perpetuamente suspendidos, uno y otro, entre la inaprehensibilidad de Dios y la ininteligibilidad del mundo, por un lado, y la incuestionable belleza teofánica que reconocen en la creación, por otro. Dos verdaderas «almas gemelas», pues, destinadas a dialogar, por encima de las convencionales barreras del tiempo y el espacio, sobre el enigma radical de la existencia. Tanto o más que la muerte como tránsito hacia la transcendencia, está en el film el tema de la dialéctica de la inmanencia entre el paso del tiempo y su suspensión esencial.
Toda la soledad y el abandono del ser humano ante el cosmos, todo el misterio insondable del tiempo, todo el peso abrumador de la vida, parecen misteriosamente concentrados en los dos minutos en los que madre e hijo van por el campo mientras el viento sopla, el cereal se mueve y el tren pasa. Todo es plano fijo, sencillo y sublime que nos remite al pintor de Dresde , pero , por momentos, a otros como El Greco, Rembrandt, Millet o los prerrafaelistas e incluso a otros cineastas como Dreyer o Eisenstein.
Acaba diciendo López Tobajas, en su artículo "Según, Henry Corbin, «Una sola cosa importa en la oscuridad que envuelve nuestra vida humana: que crezca ese destello, esa incandescencia, que permite reconocer la Tierra Prometida». Yo creo que a Sokurov le importa poco el cine, no tiene la menor voluntad de contar una historia, no le interesa en absoluto la psicología ni la sociología, le deja indiferente que muchos bostecen ante sus películas y, por supuesto, le aburriría —y supongo que le alarmaría— tener que dedicarse a recoger las alabanzas de los «cinéfilos». Y me parece que todo esto —con todo lo que implica— no siempre se entiende. Lo único que a Sokurov le importa es descubrir en su alma y mostrar a los demás los destellos que permiten «volver a casa». Hay que agradacérselo".
Para terminar diré que es una película que no es fácil de ver, muy intimista, como me dijo un compañero cuando la comentamos, tiene la complejidad de un poema visual y la interpretación artística de un medio, el cine, y que se inspira en otro, la pintura.
En ese sentido hay una tendencia a busca lo lumínico surgido de la paleta de Turner llena de colores ocres y verdes apagados; hay una buscada distorsión de las imágenes; una tendencia a cuadros que sin ser naturalezas muertas, son un ejercicio de mantener los encuadres llenos de una vida que se esfuma por parte de la pareja de protagonistas o por el movimiento de la naturaleza surgida por el viento.
Por otro lado hay un retrato del amor materno filial, con entradas y salidas de cuadro por parte del hijo, que cuida, con mimo y parsimonia, a la madre. En su relación predomina la cercanía y casi la intimidad. Entre ambos no es necesario explicar nada, ya no hay tiempo para reproches, se han acabado los diálogos , lo que queda apenas son unos susurros de una vida que se apaga o del temor a una pérdida infinita; el uso de la cámara, no es que sea lento sino que el movimiento es , en ocasiones, casi imperceptible.
La única a la que se le escucha con fuerza es a la naturaleza, pues la humana parece ya apagada , casi extinta con la excepción de ese tren que sale del encuadre o implemente que escuchamos , pero que apenas vemos.
Los planos se aletargan, se paran o se estiran hasta tensionarse para mostrarnos una belleza por medio de esas imágenes distorsionadas, por la luz y esos color alterados en esos planos de larga duración, realizados con lentos movimientos de cámara, incluso con paradas intencionadas.
Es una obra que nos lleva a la dialéctica de la vida y la muerte, al diálogo susurrante entre madre moribunda e hijo desconsolado o que los conduce al silencios. Es una historia de amor y de tristeza., de soledad sonora , pues hay viento sobre el cereal, rugido de una tormenta, el sonido de un tren, o el canto de pájaros.
Para Ignacio Castro Rey, según recoge el texto de la conferencia impartida en el curso ” Las razones del arte”, en la UCM, impartida 3 de noviembre de 2005, comienza con una cita del Ulises de J. Joyce que dice "Dime la palabra, madre, si la sabes ahora. La palabra conocida por todos los hombres.
Tal vez no haya nada que contar, solamente el “érase una vez” -una madre, un hijo- de cualquier contar, del cuento cuya sola posibilidad suspende el sentido. Pues resulta que si las cosas no fueron como pensamos, si ocurrió algo que no sabemos, es posible que no estemos donde creíamos estar. Como en la vida, lo que se dice la vida, nadie ha estado, nadie ha residido establemente ni morado -más que de paso, entre sombras-, nadie está seguro del sentido actual de este decorado, esta situación que nos envuelve.
Sokurov aprovecha esta brecha ontológica en nuestra existencia, esta duda constituyente -¿quién de entre nosotros no es de aquí?. Es nuestro genio maligno, aunque no precisamente para aumentar las dudas perversas, tan edificantes, acerca de la existencia de la existencia. Más bien para resucitar la duda de que lo peor, la irrealidad de la muerte -vagando en ese paisaje radiante, presionando a esos personajes que no sabemos qué padecen- sea la verdad. Sin causa que la explique, la ex-sistencia vuelve a estar ahí, ante nuestros ojos. … Estos cielos inquietos, que apenas conocen el descanso, a lo Friedrich. Cielos siempre en crisis, como si también ellos sintieran, pensaran, sufrieran en esa hora incierta del día.
A Madre e hijo le acompaña un casi constante rumor de lluvia… Pero no llueve, como si la tierra misma padeciera nuestra patética indecisión. Y ese verde de las praderas rusas, salpicado de abedules. Con fondo de gritos y susurros, de chillido de cuervos, punteando árboles solitarios bajo una luz amarilla, como en una estampa china. Casi podríamos decir que no pasa nada, que no hay acción, sólo el diálogo entrecortado, el llanto entrecortado, el paseo luminoso de la madre en brazos del hijo. Solamente pasión, el acontecimiento del Tiempo en estado puro.
Por eso a cada paso, todo resuena, lleno de ecos -igual que en Elogio del amor, de Godard. Creación maravillosa, dice el hijo, pero ella no deja de bramar, como un animal herido. Sombras, nieblas, ecos: todo resuena, la naturaleza entera está llena de estancias, como si fuera una casa que cruje. Cielos de tormenta, en parto perpetuo, como si el tiempo mismo fuera el que sufre al pasar de una estadio a otro, de un momento a otro, de una escena a otra . Creo que Leibniz, creador de la Monadología y del cálculo infinitesimal, lo diría así: en cada ojo de pez, todos los mares; en cada mónada, brotando de su fondo sombrío, la perspectiva “plegada” del universo entero.
Por su parte Oscar Romano en enero de 2008 escribió sobre la película de Aleksandr Sokurov lo sigiente:
El filósofo alemán Immanuel Kant afirmaba que lo sublime era el reino de lo ilimitado, lo desmesurado, lo inacabable. Además, diferenciaba lo sublime matemático, como un cielo estrellado, de lo sublime dinámico, como la violenta caída del agua de una cascada. Todo tenía que ver con la fuerza de la naturaleza, pero que no transforma al hombre en un ser inferior. Todo lo contrario, como explicaba Kant: "La sublimidad no está encerrada en cosa alguna de la naturaleza, sino en nuestro propio espíritu, en cuanto podemos adquirir la conciencia de que somos superiores a la naturaleza dentro de nosotros y por ello también a la naturaleza fuera de nosotros". La experiencia de disfrutar de la sublimidad pertenece sólo al hombre. Sin embargo, puede sentir terror ante esta sensación. O bien melancolía. O tranquilidad.
Cuando Kant publicó su texto Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime en 1764, nunca imaginó que sus palabras serían determinantes en el movimiento artístico denominado Romanticismo.
Uno de sus más fieles exponentes fue Caspar David Friedrich, cuya pinturas de paisajes alemanes recuperaba cierta mitología teutona y generaba la incertidumbre del hombre frente a la omnipotencia de la naturaleza. "El pintor debería pintar no sólo lo que se encuentra frente a él, sino también lo que ve en su interior. Si no logra ver nada, debería dejar de pintar lo que se encuentra frente a él", dijo alguna vez, lo que relacionaba aún más su pintura con los estudios de Kant.
Madre e hijo, del director ruso Aleksandr Sokurov, es un ejemplo de este sinfín de sensaciones y un homenaje a Friedrich y al romanticismo pictórico del siglo XIX. El cuidado de una mujer moribunda a cargo de su hijo es sólo una excusa para pintar los paisajes que secundan -o protagonizan-, los estados mental y físico de los únicos personajes del filme. O cómo se sienten sus protagonistas frente a la sublimidad de la muerte.
Filmada en 1997, algunos planos gozan de anamorfosis, es decir, aparecen transformados, aplanados, debido a que los escenarios originales carecían del deseo estético del director. Los valles, campos y caminos sinuosos son obra de lentes especiales, vidrios pintados y filtros de color. Según Sokurov, hay que llamar a esto "una conversión de lo real durante su registro: la sumisión total del cine a las reglas del arte en el que debería buscar convertirse".
La búsqueda por superar la "realidad óptica" lo llevó a contemplar la pantalla como una pintura. El manierismo cinematográfico al que apela le da más fuerza a la sublimidad buscada.
En una entrevista realizada por periodistas de Cahiers du cinéma al año siguiente del estreno de esta película, Sokurov explicó cómo localizó los sitios visitados por los románticos alemanes del siglo XIX, especialmente por Friedrich: "Llevábamos las reproducciones de ciertas obras, en particular la de El monje al borde del mar, de Caspar David Friedrich. Al llegar a esos lugares, buscamos el lugar preciso donde el pintor había puesto su caballete y comprobamos que nada había cambiado, salvo quizás las nubes o el tronco desecado de un árbol. Era muy desesperante; la naturaleza es indiferente al hombre. Siempre permanecemos solos en nuestra relación con la naturaleza. Es una relación sin Otro, un amor de sentido único. Es el origen mismo del sentimiento trágico".
(...) El acompañamiento solitario madre-hijo se ve rodeado por vastos campos que murmuran un mentiroso silencio. Los pocos diálogos entre los personajes no son más importantes que el rugir del viento, cuya fuerza se asemeja al dinamismo del mar en los cuadros de Joseph William Turner, pintor del romanticismo inglés, cuyos paisajes también son asimilados en algunos planos del filme. Una locomotora que lanza su venenosa humareda y los graznidos de esperanzados cuervos observan las caminatas de los personajes. Los sonidos pertenecen a la naturaleza que los enmarca. A esa naturaleza que se hará cargo de la madre cuando así lo disponga. "Nos reuniremos...ahí, ¿de acuerdo? Donde acordamos. Espérame. Ten paciencia, madre querida...". Son las últimas palabras. Sencillas. Consoladoras. Desesperadas. Palabras que emergen luego de un primer plano de la mano moribunda de la madre, acariciada dulcemente por su hijo.
En la lejanía de la campiña, un protector hombre cuida de la salud irreversible de su progenitora. Los recuerdos surgen de ambas bocas. Otrora maestra, la mujer despide un halo tranquilizador: espera dignamente a la muerte, en medio de anécdotas y caminatas gracias al amor de su hijo. Se acompañan mutuamente.
La belleza pictórica del filme devuelve un mensaje de optimismo a pesar de la gravedad del estado de la mujer. Al espectador lo serena y lo inserta en una relación distante con la muerte. Los primeros planos al pálido rostro de la madre lo devuelven a la realidad. Igual ocurre con los solitarios paseos del hombre. Envuelto en un sórdido contexto, el paisaje lo engulle con su omnipotencia. Allí se percata de su soledad. "No vas a morir", le dice a su madre. Niega la realidad. El terror lo invade. En uno de los tantos árboles oblicuos, llora su desgracia. Y la de su madre. Pero más su propio pesar. Cuando regresa al calor materno, la muerte se acerca a medida que las manos se juntan en la última escena. Es la despedida. Parte de su vida ha dejado de existir. Quizás otra comience. O retome.
La película visualmente es hermosísima, con una fotografía excepcional donde los encuadres y travellings resultan monumentales, y lo combina con un intencionado desenfoque y con la anamorfosis al pintar sobre la lenta , colocando sobre esta vidrios o unos filtros de color). Aparte de lo técnico lo mejor está en la caracterización de los dos seres afligidos y conmocionados que interpretan tanto Aleksei Ananishnov y Gudrum Geyer.
Al final como ya he señalado este poema visual tiene mucho de Turner, Friedrich , Hubert Robert, o Millet Aun así, Sokurov apunta a lo sublime porque no hay mejor recurso para la eternidad (“sublime” como reacción vital a favor del imprevisto, rompiendo la armonía a través de una imagen inclinada como tela estirada en sus bordes). Sólo se rescata algo incorpóreo en la comunión universal entre las figuras categóricas de Madre, Hijo y Naturaleza.
En esa asociación, ese regreso a nuestro origen primero, encontramos el amparo existencial del tránsito o flujo natural. En este sentido conviene resaltar lo planteado por Agustín López Tobajas en una entrada que se recoge en cine esencial, pero que yo encontré como crítica sobre Madre e hijo en filmaffinity.
La película, siendo evidente su belleza e intención, es una metáfora que pierde algo de brío y ambigüedad y se convierte en lugar común de imagen para especular sobre la Pietà o la pintura de Caspar David Friedrich, el hombre que «descubrió la dimensión trágica del paisaje» (según la frase de su amigo David d’Angers) pero en cuyos lienzos se puede ver, de forma aparentemente paradójica, una «paz omnipresente» .
Para Boris Asvárisch, en su escrito «Maestros de la pintura mundial en los museos de la URSS: C. D. Friedrich», Leningrado, 1980, p. 7. «toda la obra de Friedrich está impregnada de la idea de indestructible unidad entre el mundo de la naturaleza y el mundo interior o espiritual del hombre» mientras que, muy al contrario, para Rafael Argullol, «El ojo espiritual» en El País, 10-10-1992. «el gran motivo que cruza la pintura de Friedrich... es la escisión entre el hombre y la naturaleza» . Y es que tanto Friedrich como Sokurov parecen compartir esa misma dualidad, esa misma escisión en el alma, perpetuamente suspendidos, uno y otro, entre la inaprehensibilidad de Dios y la ininteligibilidad del mundo, por un lado, y la incuestionable belleza teofánica que reconocen en la creación, por otro. Dos verdaderas «almas gemelas», pues, destinadas a dialogar, por encima de las convencionales barreras del tiempo y el espacio, sobre el enigma radical de la existencia. Tanto o más que la muerte como tránsito hacia la transcendencia, está en el film el tema de la dialéctica de la inmanencia entre el paso del tiempo y su suspensión esencial.
Toda la soledad y el abandono del ser humano ante el cosmos, todo el misterio insondable del tiempo, todo el peso abrumador de la vida, parecen misteriosamente concentrados en los dos minutos en los que madre e hijo van por el campo mientras el viento sopla, el cereal se mueve y el tren pasa. Todo es plano fijo, sencillo y sublime que nos remite al pintor de Dresde , pero , por momentos, a otros como El Greco, Rembrandt, Millet o los prerrafaelistas e incluso a otros cineastas como Dreyer o Eisenstein.
Acaba diciendo López Tobajas, en su artículo "Según, Henry Corbin, «Una sola cosa importa en la oscuridad que envuelve nuestra vida humana: que crezca ese destello, esa incandescencia, que permite reconocer la Tierra Prometida». Yo creo que a Sokurov le importa poco el cine, no tiene la menor voluntad de contar una historia, no le interesa en absoluto la psicología ni la sociología, le deja indiferente que muchos bostecen ante sus películas y, por supuesto, le aburriría —y supongo que le alarmaría— tener que dedicarse a recoger las alabanzas de los «cinéfilos». Y me parece que todo esto —con todo lo que implica— no siempre se entiende. Lo único que a Sokurov le importa es descubrir en su alma y mostrar a los demás los destellos que permiten «volver a casa». Hay que agradacérselo".
Para terminar diré que es una película que no es fácil de ver, muy intimista, como me dijo un compañero cuando la comentamos, tiene la complejidad de un poema visual y la interpretación artística de un medio, el cine, y que se inspira en otro, la pintura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario