miércoles, 26 de abril de 2023

La nueva ola llega al Este



París podía parecer el centro del mundo cinematográfico entre 1950 y 1960 pero no lo era. 

El cine se globalizó en los años sesenta por primera vez. En el este de Europa y tras el muro de Berlín los cineastas tenían contra lo que rebelarse, que en las calles de París.

El proceso de desestalinización impulsado por Jruschov desde 1956 y cierto clima de deshielo propiciaron una década de mayor libertad creativa en los países del bloque soviético donde talento no faltaba. La caída de Jruschov en 1964 fue frenando estos procesos y se asistió a un giro autoritario a partir de 1968.

En Polonia Hungría y Checoslovaquia así como en la URSS se hacía un cine valiente que era capaz de enfrentarse a sus gobiernos totalitarios. Muchos directores eran detenidos, encarcelados movieron como sus películas eran prohibidas durante muchos años. 

La historia comienza en Polonia . En este país destacaron algunos cineastas que desarrollarán su carrera tanto dentro como fuera del país como Andrezj Wajda, Roman Polanski y Jerzy Kawalerowicz. 

Andrzej Wajda se dio a conocer con Kanal (1957), retrato de la resistencia polaca a través de la red del alcantarillado de Varsovia, durante el levantamiento de 1944. 

Preocupado por la contradicción entre las aspiraciones individuales y los compromisos colectivos en sus dramas sociopolíticos, dirigió obras magistrales a pesar de la censura, como Cenizas y diamantes (Propiol y diament, 1958), que reconstruía 24 horas tras la liberación, y Paisaje después de la batalla (Krajobraz Po Bitwie, 1970). 

En su película cenizas y diamantes del año mil novecientos cincuenta y ocho polaco nos muestra a dos jóvenes que coquetean. Es el primer día de paz tras la Segunda Guerra mundial. El país ha quedado devastado. El protagonista ha participado en el levantamiento contra los nazis pero ahora se va a encontrar con unas autoridades comunistas ideología que el repudia. Lleva gafas oscuras y no por moda como James Dean, sino por haber pasado mucho tiempo en las cloacas de Varsovia. De con causa. Como en la inglesa el tercer hombre de Carol Reed, que también se desarrolla en las cloacas, Cenizas y Diamantes, tiene rasgos propios del expresionismo y de un mundo que se encuentra patas arriba. El cine de Wajda destaca porque de forma típicamente polaca disfraza el significado codificandolo a través de los símbolos. 

Posteriormente diseccionó toda la brutalidad de la revolución industrial en La tierra de la gran promesa (Ziemia Obiecana, 1975) y mostró su afinidad con el sindicato Solidaridad en El hombre de mármol (Czlowiek Z Marmonu, 1977) y rodó en Francia Danton (1983), una metáfora del final del régimen polaco. 

Y en Polonia realizó su primera película Roman Polanski, El cuchillo en el agua (Noz w wodzie, 1962), sombría, terrible y magistral. 

En Dos hombres y un armario (1958) Román Polanski interpreta un pequeño papel en el que lo vemos como un chico chulesco que aparece golpeando a un individuo, un chico decente. Aquí Polanski emplea un montaje rápido sobre un contrabajo jazzístico. 

Polanski era judío. Durante la Guerra vio a polacos defecar sobre soldados alemanes. Fue asesinada en un campo de concentración. De niño no le gustaba el cine en color ni los musicales. Disfrutaba viendo una película como hamlet de Lawrence Olivier. Le encantaba el uso de la cámara y como recorría esta lentamente el misterioso castillo. Y cantaba la claustrofobia que transmitía. 

Los castillos seguían una constante en su obra. En su primer largo, El cuchillo en el agua (1962) es de lo más claustrofóbico. La historia se desarrolla en una pequeña barca. El propietario ha salido, junto a su chica y a un joven. Conocemos al propietario y a su mujer que en un momento dado aparece nadando. El plano tiene gran profundidad. Junto a ellos va un estudiante que ha sido invitado. A la mujer le atrae el estudiante. La historia no deja de ser un triángulo amoroso que incluso aparece enmarcado en alguna ocasión en la película. Hecho en una imagen podemos ver en el interior del  triángulo a la mujer mientras se baña o está nadando. Se aprecia en algún momento la mala relación entre el propietario de la barca y el joven estudiante quien juguete con una navaja. A diferencia del cine plano que se hacía entonces El cuchillo en el agua no trataba de la Guerra. La sociedad y la historia le interesaban a Polanski mucho menos que el hecho de enfrentarse a un triángulo amoroso. Película fue tildada por las autoridades de ser simplemente arte por el arte. Ejercicio de modernismo. Las autoridades condenaron la película por no ser lo suficientemente social. Polanski  abandonó la Polonia del realismo social llevándose su cine y su modernismo a cuestas. 

Después abandonó el país para hacer películas en Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. 

En mil novecientos sesenta y siete, Polanski hace una parodia del cine de terror en lo que se va a convertir en una de sus mejores películas. Te trata de el baile de los vampiros (1969) . Se sitúa en un mundo invernal recreado en unos estudios separado de la realidad social. Es un retrato cinematográfico de la Europa judía, algo así como la recreación de una pintura de Marc Chagall. Polanski interpreta a un atolondrado aprendiz y junto a él el productor colocó como protagonista a una bella actriz como Sharon Tate. Ya y Polanski tomaban LSD juntos. Se enamoraron, concibieron un hijo y, más tarde, se instalaron en Hollywood. Lo que era un sueño pronto acabaría transformándose en una pesadilla cuando ella y sus amigos fuesen asesinados por la "familia" Masón. 

Por último, Jerzy Kawalerowicz brilló en películas históricas como Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna od Aniolow, 1961) y la superproducción Faraón (1966), en la que diseccionaba un problema tan polaco como el conflicto de poder entre Estado e Iglesia, ubicándolo en el antiguo Egipto.

En la República Checoeslovaquia había un cine no muy alejado del que estaba realizando Román Polanski. El cine checo estaba en la vanguardia. Allí surgió la nueva ola checa con realizadores como Miloš Forman, Ivan Passer, el animador Jiri Trnka y Jiří Menzel. 

Las películas de estos directores focalizan pequeños incidentes cotidianos, en lugar de ensalzar los logros del realismo socialista en el que estaban inmersos. 

Jiri Trnka trabajará principalmente desde la animación. En mil novecientos sesenta y cinco estaba trabajando con animación. En La Mano el director checo realiza una de las películas más simbólicas de la historia del cine. Un hombrecillo recibe la visita de una mano. Trnka realizó una imagen real para la mano, pero utilizó stop motion para el hombre. En un momento dado la mano le coloca al hombre un televisor similar al que podía aparecer en cualquier película de Douglas Sirk como Solo el cielo lo sabe. Televisor le muestra imágenes de poder. Trnka utiliza recortes de papel. La mano adoctrina al hombre. Le hace esculpir una gigantesca efigie. Después intenta resistirse a la doctrinamiento pero los intentos se vuelven fatales. Se oye una bomba y nos encontramos tras eso fuera del guiñol. 

Frente a Trnka que nos hablaba de la angustia vital, su compatriota Miloš Forman veían la vida como algo cómico o absurdo. Se dio a conocer con Los amores de una rubia (Lásky jedné plavovlásky, 1965)

Sus orígenes se asemejan al de roman Polanski pues es judío y sus padres murieron a manos de los nazis. En la escuela de cine. Posiblemente fama se desarrolló con su obra posterior en EE.UU.  No obstante, en mil novecientos sesenta y siete presentó la película "Al fuego, bomberos". Es una comedia sobre un grupo de bomberos incompetentes inmaduros y casi alelados. Muy alejado de la imagen del eficaz funcionario nos presenta a un grupo incapaz de organizar un concurso de belleza. Rueda la película sin florituras como si fuese un documental o como lo estuviese planteando Cassavettes. 

Tras películas más atrevidas como Takin Off (1971), se consagró con Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew Over the Cuckoo's Nest, 1975). 

Su amigo Ivan Passer hizo Iluminación íntima (Intimni osvetleni, 1966) antes de seguir a Forman al exilio americano, aunque su obra en EE.UU. no ha superado la convencionalidad. 

Vera Chytilová es la más famosa, innovadora y polémica directora checa. Siguiendo a Eisenstein, experimentó con el montaje e intentó formar la mirada del espectador. Fue la directora más innovadora de su época

Las margaritas (Sedmikrásky, 1966) es la más audaz de sus cintas, con un montaje brillante, colores procesados y un tributo a clásicos como Lumière, Chaplin y Gance. Dos mujeres, Marie 1 y Marie 2, actúan como marionetas que pudieran salir de una película de Trnka. La película tiene secuencias alucinógenas que pudieran parecer producto del LSD o escenas que parecen sacadas del mundo del arte pop de Andy Warhol.  Las autoridades detestaban esta película. Cuando la URSS invadió Checoslovaquia la directora se le prohibió trabajar durante seis años. Después dirigió películas más realistas.

Jiří Menzel dirigió Trenes rigurosamente vigilados (Ostre sledované vlaky, 1966), galardonada con el Oscar a mejor película extranjera. Estaba basada en un relato de Bohumil Harabal, novelista en el que basó muchas de sus películas posteriores como Mi dulce pueblecito (Vesničko má, středisková, 1985) o Yo serví al rey de Inglaterra (Obsluhoval jsem anglického krále, 2006).

En la vecina Hungría, Miklós Jançsó, que estuvo casado con la directora húngara Marta Meszaros algunos años, fue el director que mayor notoriedad internacional alcanzó por su cine poco convencional, con largos planos secuencia y constantes movimientos de cámara. 

Viví entonces Hungría la época dorada de la innovación de los años sesenta. 

Sus obras de esta época son narraciones históricas narradas de forma coral como La ronda de reconocimiento (Szegénylegények, 1965) y Los rojos y los blancos (Csillagosok, katonák , 1967), e incluso coreográfica, como en la espectacular Salmo rojo (Még kér a nép, 1971). 

Como nos cuenta David Gómez en la web trendesombras.com, el director nacido en los márgenes del Danubio, treinta kilómetros al norte de Budapest, capital de Hungría. Su familia procedía de Transilvania, zona en disputa con Rumania, a cuya minoría pertenecía su madre. Los estudios secundarios los hizo en un colegio religioso y después ingresó en la facultad de derecho de Kolozsvar, una zona transilvana recuperada por los húngaros, donde se licenció en 1944. Su dedicación al derecho no pasó de esos años de estudio, que paralelamente fue compaginando con estudios sobre Historia del Arte y Etnografía. Al licenciarse se vio obligado a incorporarse a filas, aunque rápidamente fue hecho prisionero por el ejército soviético, una experiencia que le servirá como materia prima para uno de sus primeros largometrajes, Igy Jotten (Mi camino a casa, 1964). 

Tras su liberación y la de Hungría se vuelca con entusiasmo en el Movimiento de Colegios Populares que tenía como objetivo la educación de los hijos de los campesinos para facilitar su acceso a la Universidad y la incorporación del espíritu comunista, experiencia que también retomará en otra película, Fenyes Szelek (La confrontación, 1968). Se matricula en la sección de dirección cinematográfica de la Escuela Superior de Arte Dramático, donde se licencia en 1951. 

En los diez años siguientes su tarea principal será cumplir con los encargos de realizar cortometrajes documentales (alrededor de cuarenta) que según el propio director carecen del más mínimo interés.

Años duros que siguieron a la caída del estalinismo y pusieron en evidencia como éste se había construido traicionando los ideales y esperanzas de personas que, como Jancsó, estaban convencidas del ideario comunista. Al referirse a esa época decía: ‘Escuchaba y dormía’. 

La característica más determinante del cine húngaro posterior a la entrada de las tropas soviéticas en 1956, para poner fin al desviacionismo que se estaba produciendo en la vida política, es la investigación histórica para intentar comprender cómo se ha configurado el presente y descubrir cómo pudo ser eso posible y al mismo tiempo llevar a cabo una especie de catarsis y en algunos casos ajustes de cuentas…

Ferenc Kosa nos da de forma muy precisa las claves para situar y entender a esa generación: ‘Vivimos la guerra como niños, los años de estalinismo como adolescentes todavía no culpables, finalmente fue el drama del 56 lo que nos hizo adultos. Yo mismo empecé a reflexionar sobre la vida, la muerte, la verdad y la libertad viendo a mis compañeros de escuela cubiertos de banderas y consignas… “ 

El primer largometraje –de Jancsó-, visto en perspectiva, está muy alejado de la imagen que después se ha configurado de su cine: A harangok Romaba mentek (Las campanas han salido hacia Roma, 1958) es una película simbolista de exaltación de la lucha antifascista. El propio director la valoró como una película sin interés, pero importante en su proceso de maduración, sobre todo para descartar vías de expresión. 

Oldas es kotes (Cantata, 1963) … aparece un elemento que adquirirá gran relevancia sobre todo en su cine de los setenta: la búsqueda de las raíces culturales asociadas al mundo rural, algo que le llevó a realizar sus estudios de etnografía y a ver en la figura de Bela Bartok un precursor en este campo, aplicado a la música. … 

El siguiente film, Mi camino a casa, aparecería otro nuevo elemento:… el encuentro con el escritor y en este caso guionista Gyula Hernadi… El primer resultado de esta colaboración, fundamentada en la discusión y en un guion siempre en evolución hasta el momento del rodaje, será la película que proporcionará a Jancsó el reconocimiento internacional: Szegenylegenyek (Los desesperados, 1965), a la que seguirán otras dos, Csillagosok, katonak (Rojos y blancos, 1967) y Cesend es kialtas (Silencio y grito, 1968), que configuran su llamada trilogía de la historia… 

El interés principal de la filmografía de Jancsó por la Historia tenía como fin mostrar de qué manera el poder pone en marcha un mecanismo que persigue imponer su voluntad en el devenir de la Historia. Ese poder nunca se hará presente, tan sólo asistiremos a su manifestación, a través de unos sicarios que, como anónimos engranajes, mueven una maquinaria que sobrepasa a víctimas y verdugos. … 

La propuesta de Jancsó huye del realismo y de los grandes acontecimientos. En su voluntad de acercamiento, aísla en un espacio (paradójicamente extensas llanuras) a un grupo humano del que se ha eliminado cualquier rastro de individualidad o psicología, convirtiéndolos en piezas que escenifican un ritual que en algún lugar, más allá de las llanuras y también más allá de la cámara, unos poderes invisibles han desencadenado. Con una mirada distante, observando los efectos más que las causas, asistimos a las consecuencias desencadenadas por ese poder a través de la violencia, de la traición, de la humillación o de la mentira. 

Janscó, en muchos aspectos, sigue los principios de la estética brechtiana: analizando de forma distanciada los procesos; en una exposición que no persigue ni la apología no el subrayado; evitando el detalle naturalista y accesorio, concentrándose en lo esencial; seccionando la continuidad narrativa e independizando las secuencias y mostrando las cesuras que hay entre ellas, evidenciando que son fragmentos tomados por su carácter representativo. “Lo que me interesa es la forma y si busco constantemente la mayor sobriedad formal es precisamente para intentar eliminar el romanticismo sentimental del que tanto hemos abusado”. 

Jancsó utiliza algunos elementos esenciales de su forma cinematográfica como su tendencia al plano – secuencia: la acción de la escena encerrada en un solo plano que engloba paisaje y figura, que va trazando un constante vaivén… La forma de iluminar de Janos Kende permitirá la ampliación de los movimientos de cámara hasta realizar el giro total… Otro elemento, menos afortunado, como es el ’zoom’, irá ganando protagonismo. Esta incorporación hará que en sus siguientes películas la imagen se vaya acercando considerablemente a los actores, en detrimento del espacio, reforzando esa búsqueda de lo general en lo concreto, pero llegando a una concreción donde los personajes se convierten en puros signos parlantes 

Jancksó,  en Rojos y Blancos nos lleva a 1919, a plena guerra civil rusa entre rojos y blancos, tras el triunfo de la revolución de Octubre y el final de la primera guerra mundial. Sin embargo, no se trata, como se hace tan a menudo en el cine comercial y no tan comercial actual, de narrar un punto determinante de la historia, aparentemente simulando las técnicas del reportaje en directo y ajustándose a una supuesta verdad inamovible, de manera que la secuencia de eventos presentada sea perfectamente inteligible y reconstruible por el espectador, el cual pueda irse luego a casa satisfecho por “haber aprendido historia”, mejor dicho, “por haber experimentado la historia tal y como fue en realidad”.

En una imagen de la película vemos como varios jinetes blancos persiguen a un hombre. Más de tres minutos el director con movimientos de cámara pero sin un solo corte utiliza los mismos como si los estuviese usando misoguchi en Japón o Hitchcock en los Estados Unidos. Es utilizado para crear tensión. Como Mizoguchi no se acerca a las caras sus personajes. El control distante de la cámara es igual al que ejercen los jinetes. La forma refuerza el contenido. Al final de la película lo que antes eran largos planos se va transformando en un plano medio con el que un soldado mira a la cámara. La humanidad acaba de aterrizar en el gélido universo de control y desesperación del director húngaro. Nadie había usado un plano para crear el sufrimiento. Era una película muy moderna

En Los rojos y los blancos, el lugar donde los hechos ocurren, el tiempo incluso, se deja deliberadamente en la oscuridad, excepto por las vagas referencias a Rusia y a 1919. El desarrollo de las operaciones militares, el curso de la guerra, no es narrado en ningún momento. El espectador, al igual que los protagonistas, desconoce quién está ganando o quién está perdiendo, qué lugares de esa geografía imprecisas son importantes para el ataque o la defensa y cuáles no. 

La línea del frente, en esa guerra librada en las estepas, se convierte en algo inexistente, frágil y permeable, la retaguardia en un lugar peligroso, donde en cualquier momento el enemigo puede irrumpir, trayendo la derrota y la muerte. Un espacio y un tiempo, de confusión, de incertidumbre, donde no hay lugares seguros a los que retirarse, ni futuro u hogar que espere.

El interés de Jancksó, como queda claro, no está en el relato de hazañas bélicas, sino en algo mucho más sutil. Por una parte, la película nos muestra la guerra como combatida por gentes de multitud de patrias e idiomas. Durante la primera guerra mundial, el ejército zarista había hecho un buen número de prisioneros enemigos, alemanes, austriacos, checos, húngaros, gentes del bando enemigo, que en buena parte seguían en campos de concentración cuando estalló la guerra civil rusa y que fueron reclutados por ambos bandos en conflicto. No hubo muchos que se negaran, puesto que permanecer en los campos en medio de una guerra civil, suponía la muerte segura por inanición, así que en su mayoría los prisioneros se unieron al primero que vino a ofrecerles ropa y comida. De esta manera, en el film de Jancksó, la guerra civil rusa se convierte en una guerra civil europea. 

En la película los hombres que libran esta guerra civil olvidada en un lugar también olvidado no lo hacen por convencimiento ideológico. Excepto algunos de sus mandos, que sí están convencidos de la justicia de su causa, la mayoría combaten por mera supervivencia, lo que hace aún más terrible que, al ser capturados por el enemigo, sean consignados a la muerte sin posibilidad de salvación o redención. Unas ejecuciones absurdas porque la militancia en un bando o en otro de los condenados responde simplemente al azar.

No menos peculiar es el estilo fílmico de Jancksó. Rodada en 2,35:1, en un más que sobrio blanco y negro, cualquier otro cineasta hubiera intentado aprovechar el amplio formato para incluir en él la mayor información posible, para así, como parecería propio y necesario, compilar una lección de historia aún más completa. 

Jancksó no pretende dar una lección de historia. Su objetivo es narrar el vagabundeo, sin posibilidad de escape, a través de la tierra de nadie que separa ambos bandos, de los húngaros prisioneros de los rusos y enrolados en el ejército rojo, mientras tratan de evitar a las unidades blancas que les persiguen. Un camino por tanto, lleno de peligros, donde ninguna ruta es segura, donde la decisión más inocente puede ser la última, la que preceda a la muerte. El estilo de cámara de Jancksó refleja a la perfección esta incertidumbre. En cualquier momento, fuera de campo puede ocurrir algo que cambie la situación por entero, como la llegada del ejército enemigo, y que sólo podremos anticipar por las expresiones de los personajes que pueden verlo, antes de que irrumpa en la pantalla. En otros, un simple e inocente movimiento de cámara puede descubrirnos la ruta cerrada que impide la huida de los fugitivos. Un movimiento de cámara  inocente, porque no está pensado para que el espectador descubra lo que ocurre antes que los personajes, como podría ser el caso en la tan habitual praxis del suspense, sino que es la cámara, al seguir la mirada de los personajes o su movimiento a lo largo del plano, la que se topa con el obstáculo al mismo tiempo que ellos. En todo momento, por tanto, el espectador se siente en tensión, como uno más de los combatientes que no sabe lo que se va a encontrar al dar la vuelta a la próxima esquina. Una sensación de estar prisionero, de angustia y asfixia que, como sólo un gran maestro sabe hacer, se consigue a pesar del amplísimo formato, a pesar de la llanura húngara, en la que nada impide la visión, a pesar de los lentos, medidos, elegantes y suntuosos movimientos de cámara que recorren y describen el espacio (casi podría hacerse un croquis detallado de los diferentes espacios escénicos y de las rutas de los personajes). Una cámara siempre en movimiento que no anticipa lo que va a ocurrir a continuación, como haría un director efectista, sino que obedece a necesidades internas de lo que se ve/ocurre/experimente en el plano. 

Una cinematografía que tampoco cierra el plano para crear una falsa claustrofobia, impidiéndonos ver lo que está sucediendo alrededor, como haría un director preciosista, ni se aparta del estricto y sobrio plano general para saltar al primer plano y resaltar lo que un personaje siente y experimenta, como haría un director más sentimental y apasionado. Para conseguir este efecto de miedo, de inseguridad, de incertidumbre, simplemente basta con que la cámara, al igual que haría un espectador inmerso en la escena, se deje seducir por un elemento nuevo que acaba de entrar en campo o un movimiento casual que la cámara ha descubierto. Una distracción que puede convertirse en un imprudencia mortal porque hace olvidar a personajes y espectador que otros sucesos más importantes, y mortíferos, pueden estar teniendo lugar justo a nuestro lado. Como realmente ocurre en la vida, cuyo curso creemos controlar y dominar, pero en la que sólo somos prisioneros y esclavos del azar.

El primer rasgo que llama la atención en la película es que no hay protagonistas. Mejor dicho, no hay personajes, con un nombre que los identifique, con un pasado, un presente y un futuro, una historia que contar al espectador y con la que podamos identificarnos. Los primeros minutos de la película son voluntariamente confusos, no porque no podamos seguir la historia que se nos cuenta, sino porque los actores aparecen y desaparecen, entran y salen del plano continuamente, la cámara los encuentra y acto seguido los abandona, sin darnos tiempo a conocerlos, sin que podamos decidir quienes serán, en ese ambiente de asesinato organizado, de burocracia del exterminio, los que van a continuar con nosotros hasta el final de la película. Una confusión que se convierte en tragedia cuando, a medida que avanza la película, empezamos a reconocer rostros, a descubrir que ya habíamos visto esa cara antes, que ese personaje ha sobrevivido a tal o cual peligro, para que, sin que lo esperemos, proceda a morir ante nuestros ojos. Déjese un instante de lado el cómo se plasman esas muertes. Esta confusión, estos personajes que aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer, para morir inmediatamente, es otra decisión estética sabía y meditada de Jancksó. 

La historia transcurre en una tierra de nadie en medio de la estepa, un espacio donde no hay líneas de frente definidas, donde la retaguardia se convierte repentinamente en vanguardia, la seguridad en muerte, el refugio en matadero. Así ocurre que, en ese mundo, cualquier contacto entre seres humanos es forzosamente pasajero, una bala puede acabar en cualquier instante con una de las dos personas, razón por la que no tiene sentido entablar la amistad con los que te rodean o intentar establecer algún tipo de relaciones. Ésa es la forma en que los diferentes personajes ven su mundo, y así es también como Jancksó nos fuerza a mirarlo, con desapego e indiferencia, con una desensibilización creciente, enseñada y aprendida a medida que nos adentramos en la historia narrada, al igual que la aprenden los mismos soldados, obligados a acostumbrarse a matar y asesinar si no quieren morir ellos mismos.

Desensibilización que se extiende al modo en que se muestra la muerte de los personajes, tanto conocidos como anónimos. Al contrario que el cine actual en que cada homicidio se supone que debe traumatizar al espectador y forzarle a tomar no se sabe qué postura política, en la película de Jancksó cada homicidio es presentado de forma sumaria y burocrática, como algo normal y natural, algo que se realiza todos los días, sin que se piense más en ello, ni por supuesto quite el sueño. Así se nos muestra a nosotros, los espectadores, porque así es para los personajes. 

En el tiempo en que se narra la historia, la guerra lleva ya cinco años de duración, todas y cada una de las personas que aparecen en la película, todos sin excepción, han visto morir a seres humanos a su lado, son supervivientes de piel y corazón endurecidos, para los que matar y morir es como vestirse por la mañana, un hábito natural y cotidiano, algo sin lo que seguramente no sabrían ya concebir sus vidas, una tarea que realizan con profesionalidad y eficiencia, con cierto desapego, sin ningún placer, como los expertos que son. Porque ese tiempo, ese lugar, es un tiempo y un lugar donde la vida humana no tiene ninguna importancia.los actos de brutalidad se reparten casi (y ése casi es el impuesto por la censura, obviamente) equitativamente entre ambos bandos, así como los raros actos de abnegación, hasta tal punto que varias veces la misma persona se nos muestra capaz de cometer actos heroicos y viles, dependiendo de la situación. 

El oficial zarista que ha ordenado sin pestañear la ejecución de los prisioneros rojos ordenará el fusilamiento de otro oficial que ha abusado de la población civil. Una enfermera intentará salvar a un guardia rojo arriesgando su vida, pero luego, cuando los blancos amenacen con fusilar a su superior jerárquico, delatará a los enfermos del bando rojo. El oficial rojo que ha impedido el fusilamiento de sus soldados tras huir ante el enemigo, no vacilará en ordenar la ejecución de esa misma enfermera a pesar de la oposición del resto de su unidad... y así y así ejemplo tras ejemplo, hasta que nada sea ya seguro, ni siquiera nuestras propias convicciones, como es propio de esa tierra de nadie, ese infierno en la tierra, en el que están encerrados y vagan los personajes. O como, en la que constituye quizás la única escena lírica de la cinta, la secuencia en que un oficial zarista manda traer las enfermeras del hospital y las hace bailar ante sí con trajes de fiesta... para inmediatamente enviarlas de vuelta al hospital, puesto que son reflejo de un mundo que ya no existe, un mundo al que, nosotros, espectadores de muchos decenios después, conocedores del resultado de la historia, sabemos que ese hombre no podrá volver jamás.       

Posteriormente su obra se hizo cada vez más simbolista y estilizada. Tras la caída del comunismo, Jancsó triunfó en la taquilla húngara con una serie de películas de bajo presupuesto, ingeniosas y críticas como la saga de los enterradores Pepe y Kapa, de la que rodó hasta seis entregas. 

La influencia de Jançso en los noventa llegará hasta el mismo Bela Tarr. 

Marta Meszaros con películas intimistas y delicadas como Adopción (Örökbefogadás, 1975), con la que ganó en Berlín, y Nueve meses (Kilenc Honap, 1976). Reflejó la epopeya de su familia en Rusia, donde su padre pereció en las purgas estalinistas, en su trilogía autobiográfica Diario personal, formada por Diario de mi infancia (Napló gyermekeimnek, 1984), Diario de mis amores (Naplo szerelmeimnek, 1986) y Diario de mis padres (Naplo apamnak, anyamnak, 1990).

En la URSS de los años sesenta había directores muy originales que cuestionaban los límites del medio. 

En la Unión Soviética destaca la obra de Andréi Tarkovski, uno de los autores más trascendentes de la historia del cine, cuyo reconocimiento internacional es unánime. Es uno de los grandes del cine, radical, polémico, imaginativo y apasionante, con un lenguaje personal que expresa su visión poética de la realidad con un estilo inconfundible que por sí solo es toda una teoría del cine. Gustaba del uso con frecuencia del plano de seguimiento. Innovador de tarkovski era que en una sociedad materialista como la URSS hizo películas sobre cosas inmateriales. Él apostó por la elevación del alma humana. 

El cineasta ruso obtuvo la atención internacional desde su primer filme, La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), galardonada en Venecia. Pese a las dificultades que siempre encontró entre las autoridades, logró filmar obras tan intensas como Andréi Rubliov (1966), Solaris (1972), El espejo (Zérkalo, 1974) y Stalker (1979). 

En el inicio de Andrei Rubliov (1966) lector soviético nos lleva al año mil cuatrocientos y a mostrarnos a un campesino que está en lo alto de un campanario, atado a una cuerda. Vemos como un grupo de personas está cruzando un río. Vemos que todo se ha rodado con una nítida fotografía en blanco y negro y de pronto descubrimos un globo hecho de pieles que tras despegar nos permite mirar hacia abajo con la cámara. La cámara nos da una perspectiva picada mientras sobrevolamos el espacio. Comienzos del cine de tarkovski. La película estuvo prohibida seis años por ser tachada de película de carácter religioso. 

En El espejo (1975) el cine de taskorski trata del alma. Película vemos en un momento una mano. En un pájaro como si fuese el espíritu Santo. 

Este carácter espiritual cercano a lo onírico aparece en muchos de sus finales de películas que era lo que él llamó "los detectores de lo absoluto". 

En Stalker (1979) vemos un final distinto. Durante tres horas seguimos a tres hombres que llegan a un lugar mágico. Entonces aparece una niña, de uno de los hombres. Está sentada a su lado hay un vaso del que emana vapor al ser un vaso de agua caliente. La cámara se aleja lentamente. Predominó los colores sepia. Flotan semillas de dientes de león en el aire. Se oye un tren. De pronto ocurre que el vaso se mueve sin intervención de nombre. Pudiera parecer un milagro. Mientras un perro gimotea por el fantasmagórico suceso. Vaso se mueve. ¿Es la niña la que mueve los vasos con su mente? Puede ser pero es el tren el que también los hace vibrar. Pico y lo psíquico se unen. Es la exaltación. 

En Nostalgia (1983) también llega la máxima atención al final. Hombre y a su perro durante toda la película. Su casa al fondo. La cámara se retira. Un reflejo en una charca pero poco a poco vemos lo que se está reflejando. Es una catedral en ruinas. El nudo de la historia parece estar en su interior. Se escuchan los ladridos lejanos de un perro, un cántico...y se pone a nevar. Es el éxtasis. Un concepto más bien antiguo pero sorprendentemente moderno en manos de Tarskovski. El director soviético escribió que una imagen "contiene la conciencia de lo infinito del espíritu de la materia". Dreyer y Bresson habrían estado de acuerdo. Uno de los dos propició imágenes tan potentes

En 1983 escapó a Suecia donde rodó, con el apoyo de Bergman, su obra final, Sacrificio (Offret, 1986), ya que falleció poco después.

El armenio formado en Moscú, Sergei Paradzhanov o Parajanov, sufrió mucho más que ningún otro director soviético de la historia. La razón fue ir siempre contracorriente. Parajanov adoraba la música y la cultura rusa previa a la Unión soviética. 

Dirigió Sombras de olvidados antepasados (Teni Zabatykh Predkov, 1964), un tributo a las tradiciones del Cáucaso con elementos folclóricos, costumbres, ritos y canciones. 


Artista poco apreciado por el régimen soviético, su estilo desprecia la narración en favor de un tour de force visual, con colores simbólicos, virados, cámara lenta, planos subjetivos, manipulación de la banda sonora, exposiciones múltiples, uso de la cámara en mano en continuo movimiento y rápidas panorámicas de 360º para enfatizar la continuidad de los temas. 

En su sexta película " Los corceles de fuego (1965) se aprecia su admiración por el cine poético del maestro Alexander Dovzhenko, uno de los genios del cine soviético de los años veinte. 
Al inicio de esa película vemos caer un árbol y lo vemos desde el punto de vista del árbol que finalmente cae sobre un hombre que logra salvar a su hijo. Se ve un plano desde debajo de una margarita. Niños bailando y agarrados de la mano. El plano no está a la altura del ojo. Vemos rodar a los chicos por una ladera. Lo vemos desde arriba. Desde Orson Welles pocos directores habían usado tanto el primer plano. La historia parece cercana a la de Romeo y Julieta. Vemos imágenes desde el interior del agua con el cuerpo del hombre en el exterior. A los amantes desde el agua. Después pasamos por una secuencia onírica en el bosque. La chica parece haber muerto. Los amantes se buscan en el bosque y parecen flotar entre los árboles. Su rostros están pintados en plata. Parecen los duendes del bosque. Desde Fellini o Cocteau nadie había creado un universo tan mágico y personal en el cine. 
Pero poco después "le sobrevino la tragedia". Los corceles de fuego eran todo lo que el realismo soviético detestaba. Era cine "decadente" , con moral sexual y personal. Que odiaba el sistema. 

A pesar de las trabas de las autoridades, hizo El color de las granadas (Sayat Nova, 1969) en la misma línea. 

Parajanov que dirigía como si tuviese una batuta fue encarcelado por incitar al suicidio y a la homosexualidad. Tras las protestas de directores de todo el mundo fue liberado de la cárcel cuatro años después. La innovación era enemiga del realismo soviético. 

Andrei Konchalovski, hermano de Nikita Mijalkov, colaboró en el guión de Andrei Rubliov y dirigió la epopeya histórica Siberiada (Siberjada 1979), historia de tres generaciones.

Está claro que el cine moderno de los sesenta adquirió diversas formas como cine personal consciente cómico y espiritual y todo ello en un proceso de internacionalización de la Nueva ola cinematográfica que se extendía por el mundo entre 1965 y 1969. Próximo destino, Japón.


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